martes, 17 de octubre de 2017

El subsuelo de la Patria.

Por Enrique Manson

Los episodios del 17 de octubre de 1945 han sido relatados una y mil veces por historiadores y protagonistas.  Existen, sin embargo, algunos temas más o menos relevantes, que todavía se prestan a debate.


La importancia del suceso. Nada menos que la irrupción de la clase trabajadora en la condición de protagonista de nuestra
historia, y lo rico de muchas de las descripciones existentes hace que me limite a tratar de sintetizar los hechos principales, presentar mis puntos de vista acerca de las cuestiones en discusión y eche mano, para completar el relato, de algunos de los más ricos testimonios.


“Yo hice el 17 de Octubre”, afirma con escasa modestia y dudoso acierto el venerable Cipriano Reyes. ¿Quién lo organizó, en realidad? “¡Que se yo Nadie...Todos...” fue la respuesta que dio a esa pregunta de Arturo Jauretche el puntero de Gerli Pedro Arnaldi, cuando el martes le dio la primicia. “La gente se viene para Buenos Aires”, le contó al líder de FORJA, que se desayunaba en ese momento, “Todos están con Perón”[1]

“La cosa”, dice Félix Luna, “había empezado bien temprano, a la hora en que los obreros van llegando a las fábricas con la bronca del madrugón y el sabor amargo del mate en la boca. Pero esta vez no entrarían. Una consigna transmitida casi telepáticamente los detenía en los ingresos, los iba agrupando afuera y los fue sacando hacia las avenidas.”[2]

“En la mañana...vinieron a buscarnos al Sindicato....unos compañeros de Barracas.

-¿Qué pasa?

-En Avellaneda y Lanús la gente se está viniendo al centro...No sabemos quién lanzó la consigna, pero toda la gente está marchando hace algunas horas hacia Buenos Aires.

-Pero la CGT...dio la orden de la huelga general. ¿Qué es esta marcha?

- No sabemos. La cosa viene sola. Algunas fábricas que estaban trabajando...han parado el trabajo, pero los hombres, en vez de irse a la casa, enfilan hacia Plaza de Mayo.”[3]

“Había comenzado ya  la histórica jornada del 17 de octubre, con su epopeya popular, sin parangón en la historia política contemporánea. El día en que el pueblo irrumpió con toda la carga de viejas injusticias y de justos resentimientos contra la Argentina oficial. Una rebelión que pudo ocurrir en cualquier momento, empujando a los dirigentes desde abajo, porque el peronismo de octubre fue, por sobre todas las cosas, la realidad que se alzaba contra las formas racionales que le habían sido impuestas desde arriba, en la década del 80. Era en suma la faz escondida de la Argentina: la parte grande del témpano, inmersa y oculta bajo la línea de flotación...Faz que los viejos políticos y la intelligentzia desconocían y ni podían imaginar siquiera.”[4]

“Era muy de mañana...El coronel Perón había sido traído ya desde Martín García...De pronto me llegó desde el oeste un rumor como de multitudes que avanzaban gritando y cantando por la calle Rivadavia: el rumor fue creciendo y agigantándose, hasta que reconocí primero la música  de una canción popular y en seguida su letra: ‘Yo te daré / te daré, Patria hermosa / te daré una cosa / una cosa que empieza con P / ¡Peroooon!’ Y aquel ‘Perón’ retumbaba como un cañonazo...Me vestí apresuradamente, bajé a la calle y me uní a la multitud que avanzaba rumbo a la Plaza de Mayo. Vi reconocí y amé a los miles de rostros que la integraban: no había rencor en ellos, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder. Era la Argentina ‘invisible’ que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas y que no bien las conocieron les dieron la espalda.”[5]

La alegría y los cánticos. Esa era la característica identificatoria de los que desembarcaban en una ciudad que los miraba con temor y desconfianza. Perón no es un comunista / Perón no es un dictador / Perón es hijo del pueblo / y el pueblo está con Perón.

Perón en libertad.

Américo Ghioldi, entre la poesía y los análisis sociológicos, intentaba explicar los hechos, seis días después: “En los bajos y entresijos de la sociedad hay acumuladas miseria, dolor, ignorancia, indigencia más mental que física, infelicidad y sufrimiento. Cuando un cataclismo social o un estímulo de la policía moviliza las fuerzas latentes del resentimiento, cortan todas las contenciones morales, dan libertad a las potencias incontroladas, la parte del pueblo que vive ese resentimiento y acaso para su resentimiento, se desborda en las calles, amenaza, vocifera, atropella, asalta a diarios, persigue en su furia demoníaca a los propios adalides permanentes.”[6]

Otra forma de cataclismo fue la que vio Raúl Scalabrini Ortiz. “Un pujante palpitar sacudía la entraña de la ciudad. Un hálito áspero crecía en las densas vaharadas, mientras las multitudes continuaban llegando. Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las fundiciones y acerías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora. Hermanados en el mismo grito y en la misma fe iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor, el mecánico de automóviles, el tejedor, la hilandera y el empleado de comercio. Era el subsuelo de la patria sublevada. Era el cimiento básico de la Nación que asomaba como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto...eran los hombres que están solos y esperan, que iniciaban sus tareas de reivindicación.”[7]

EVITA Y EL 17

A esta altura el debate sobre la participación de Evita Duarte en la organización de la jornada de octubre resulta ocioso.
No tiene valor alguno la leyenda que la pone a la cabeza de los trabadores o la hace circular por los gremios, lanzando consignas. Evita no tenía en octubre de 1945 ni la experiencia que ganaría aceleradamente en los años siguientes, ni mucho menos las relaciones políticas y sindicales indispensables.

Hizo todo lo posible, es decir lo que ella podía entonces, para lograr la libertad de su compañero, más allá, sin duda, de toda especulación política. Pero no pudo entrar al Hospital Militar ni conseguir el abogado que buscaba para gestionar un habeas corpus y, según parece, fue reconocida por un taxista que la entregó a los heroicos estudiantes que ocupaban la antigua facultad de Derecho en la Avenida Las Heras. Estos la golpearon y Evita se refugió aparentemente en la casa de su amiga, la actriz Pierina Dealessi.
Tuvo que seguir los acontecimientos por radio y, sólo después de medianoche pudo reunirse con Perón.
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A medio día la multitud en la Plaza era de varios miles. Vernengo Lima estaba preocupado y pretendía que la policía la desalojara, pero era evidente la actitud complaciente de ésta, que no cumplía las órdenes de Ramírez. El jefe, ante la indiferencia de los cuadros, terminó por dejar la renuncia en su despacho y mandarse a mudar. Más tarde Velazco se hizo cargo de la jefatura.

José María Rosa, que se había acercado, tal vez con más curiosidad que otra cosa, cuenta que oyó “consignas nacionalistas -nuestras consignas- que me desconcertaron porque no imaginaba que hubieran llegado hasta ellos. ‘¡Patria si, colonia no!’...Vi episodios entre dramáticos y risueños. Frente al edificio donde estaba entonces el Club del Progreso, en Avenida de Mayo al 600 un señor de edad trajeado a la antigua, de galera, cuello palomita y chaleco, apoyado en su bastón,...contemplaba el curioso espectáculo. Uno de los descamisados que marchaba por la vereda, dio un golpe con el pie al bastón haciendo caer al anciano. Este se levantó, y dio un bastonazo en la cabeza al insolente, que cayó al suelo...Los manifestantes...corrieron hacia él. El caballero de la galera y el bastón no escapó...Yo, y supongo que todos, lo dimos por muerto. Los descamisados llegaron hasta el caído, lo ayudaron a levantarse: ‘No te hemos dicho que hay que andar con cultura!...¡Discúlpelo, señor!"

“Comprendí que esa gente de bromas infantiles y procederes hidalgos,...que atravesaba el Riachuelo a nado, que venía de los más apartados arrabales para jugarse por un amigo, era mi gente, sentía la vida como yo, tenía mis valores, no se manejaba por palabras sino por realidades: era el pueblo, era mi pueblo, el pueblo argentino,...tantas veces mencionado en los programas de los partidos políticos y en los editoriales de los diarios...No era una entelequia: era algo real y vivo. Comprendí donde estaba el nacionalismo. Me vi multiplicado en mil caras, sentí la inmensa alegría de saber que no estaba sólo, que éramos muchos.”[8]


Sir David Kelly no era un nacionalista argentino en vías de descubrir al pueblo de carne y hueso cuando recibió el pedido de los gerentes de los ferrocarriles ingleses de quejarse al gobierno porque los trabajadores abandonaban sus tareas. “En la tarde de ese día decidí que era necesario ir a la Casa Rosada para decir que debían asumir la responsabilidad de proteger  los ferrocarriles. Debo confesar que me impulsaba asimismo una enorme curiosidad por saber que estaba pasando. Al acercarme a la Casa Rosada había un cordón de policía montada, pero no hacía esfuerzo alguno por impedir el paso de la gente ni se metía para nada con la multitud. El chofer quería retroceder y tuve que insistir para que siguiera adelante a muy poca velocidad. Tal como lo había esperado la multitud nos dio paso, no bien vio la bandera inglesa, limitándose a gritar en forma amistosa: ‘¡Abajo Braden! ¡Viva Perón!’. Llegué a la Casa Rosada y el ministro de Marina (el único que estaba en ese momento) me prometió que haría todo lo posible en el asunto de los ferrocarriles; pero por el momento ni el mismo estaba seguro de lo que estaba sucediendo.”[9]

Ni siquiera Perón estaba seguro. Las noticias que le llegaban al Hospital Militar hablaban de cientos de miles ocupando la Plaza de los grandes acontecimientos. En la avenida Luis María Campos, frente a las ventanas del Hospital, otra manifestación de avisados que se habían enterado de la presencia del coronel demostraba la veracidad de las noticias. Entre las muchas visitas que recibió en esa larga jornada estuvo un preocupado, ¿arrepentido?, Avalos. No se conoce el contenido de la conversación, aunque los que la seguían desde lejos testimonian que el ministro gesticulaba ampulosamente. Perón no la recordaba, o no quería recordarla, cuando Félix Luna le preguntó sobre el tema.

“...A Avalos lo vi en la Casa de Gobierno. Al menos no recuerdo haberlo visto a Avalos en el Hospital Militar. El que vino a verme fue el general Pistarini, de parte de Farrell. Yo le dije ‘mire, yo hago lo que ustedes quieran...No soy una manzana de la discordia...Ustedes han hecho un disparate y ahí tienen las consecuencias...

Entonces me llevaron a la Casa de Gobierno. Cuando llegué allí me encontré con Farrell, los ministros, los generales, etc. Me dijo Farrell: ‘Bueno, Perón, ¿qué pasa?’ Yo le contesté:

- Mi general, lo que hay que hacer es llamar a elecciones de una vez. ¿Que están esperando? Convocar a elecciones y que las fuerzas políticas se lancen a la lucha...

- Eso ya está listo - me contestó - y no va a haber problemas.

- Bueno, entonces me voy a mi casa...

- ¿No, déjese de joder! -me dijo y me agarró de la mano- esta gente está exacerbada, nos van a quemar la Casa de Gobierno...Venga, hable.

Entonces fui al balcón y hablé lo que pude improvisar en aquel momento. Imagínese, ni sabía lo que iba a decir...¡tuve que pedir que cantaran el Himno para poder armar un poco las ideas! Y así salió aquel discurso.”[10]

Antes de la llegada de Perón, Avalos había intentado utilizar a Mercante primero y al director de La Época, después para calmar a la multitud y lograr que la gente volviera a su casa. Sin intención de hacer caso a Vernengo Lima, que insistía en la idea de despejar la Plaza a balazos, hizo llevar a Mercante desde su lugar de detención al balcón de la Casa de Gobierno “donde se había instalado un micrófono, y (le exigió que) le dijera a la gente que Perón estaba a salvo. Mercante, sabiendo que otros trabajadores venían camino a la plaza, adoptó una maniobra dilatoria. Tomó el micrófono y comenzó su discurso con las palabras ‘El general Avalos’. El juego produjo los resultados esperados. La multitud lo obligó a callarse y no lo dejó continuar. Mercante se encogió de hombros y Avalos empezó a hervir.

La farsa continuó cuando Eduardo Colom sorpresivamente apareció en el balcón. El editor de La Época, el único periódico que apoyaba a Perón, agitó un ejemplar de la última edición y pidió permiso para dirigirse a la masa. Mientras Avalos titubeaba, el temperamental Colom tomó el micrófono. ‘Compatriotas’, comenzó, ‘el general Avalos me anuncia que el coronel Perón está en libertad.’ ‘No lo creemos’, fue la respuesta del coro. ‘Yo tampoco’, continuó el periodista, ‘pero voy al Hospital Militar donde me espera, y dentro de quince minutos lo traeré a este balcón. En tanto nadie se mueva.’”[11] 
 
Pasadas las once de la noche, Perón apareció, acompañado por Farrell, en el balcón. “Al ver su inconfundible figura, la imagen que durante toda la jornada había reclamado la gente, estalló una ovación que duró un cuarto de hora.”[12]

El presidente pudo decir unas palabras, entre cánticos e interrupciones de la multitud, que no le mostraba hostilidad gritando “Farrell y Perón / un sólo corazón.” La plaza entera cantó el Himno Nacional y, por fin, “Una explosión de multitud saludó su primera palabra:

-¡Trabajadores!

De allí en adelante no fue un discurso sino un diálogo lo que se oyó. Un diálogo muy diferente al que días atrás había sostenido Vernengo Lima con el público selecto de Plaza San Martín; aquel había estado enmarcado por el recelo, la histeria y la intolerancia de un sañudo coro que rechazaba las palabras del orador. Este diálogo de la Plaza de Mayo era, en cambio, una comunión de amor y fidelidad consagrada una y cien veces por la multitud.”[13]

“...hace casi dos años, desde estos mismos balcones, dije que tenía tres honras en mi vida; la de ser soldado, la de ser un patriota, y la de ser el primer trabajador argentino. Hoy, a la tarde, el Poder Ejecutivo ha firmado mi solicitud de retiro del servicio activo del Ejército. Con ello he renunciado voluntariamente al más insigne honor a que puede aspirar un soldado: llevar las palmas y laureles de general de la Nación. Ello lo he hecho porque quiero seguir siendo el coronel Perón, y ponerme con ese nombre al servicio integral del auténtico pueblo argentino.

Dejo el honroso uniforme que me entregó la patria, para vestir la casaca del civil y mezclarme con esa masa sufriente y sudorosa que elabora el trabajo y la grandeza de la patria. Por eso doy mi abrazo final a esa institución que es el puntal de la patria: el Ejército. Y doy también el primer abrazo a esta masa grandiosa, que representa la síntesis de un sentimiento  que había muerto en la República: la verdadera civilidad del pueblo argentino. Esto es pueblo...

-¡Es el pueblo! ¡Es el pueblo!

Esto es el pueblo sufriente, que representa el dolor de la tierra madre, que hemos de reivindicar. Es el pueblo de la patria. Es el mismo pueblo que en esta histórica plaza pidió frente al Congreso que se respetara su voluntad y su derecho. Es el mismo pueblo que ha de ser inmortal, porque no habrá perfidia ni maldad humana que pueda estremecer a este pueblo grandioso en sentimiento y número.

-¿Dónde estuvo? ¿Dónde estuvo?

Muchas veces he asistido a reuniones de trabajadores. Siempre he sentido una enorme satisfacción; pero desde hoy sentiré un verdadero orgullo de argentino, porque interpreto este movimiento colectivo, como el renacimiento de una conciencia de los trabajadores, que es lo único que puede hacer grande e inmortal a la patria.

Hace dos años pedí confianza. Muchas veces me dijeron que ese pueblo a quien yo sacrificaba mis horas de día y de noche, habría de traicionarme. Que sepan hoy los indignos farsantes que este pueblo no engaña a quien lo ayuda.

-¡Nunca! ¡Nunca!

Por eso, señores, quiero en esta oportunidad, como simple ciudadano, mezclarme en esta masa sudorosa, estrecharla profundamente con mi corazón, como lo podría hacer con mi madre.

-¿Dónde estuvo? ¿Dónde estuvo?

Preguntan ustedes donde estuve: estuve realizando un sacrificio que lo haría mil veces por ustedes. No quiero terminar sin lanzar mi recuerdo fraternal y cariñoso a nuestros hermanos del interior, que se mueven y palpitan al unísono con nuestros corazones desde todas las extensiones de la patria.


Y ahora llega la hora, como siempre, para vuestro secretario de Trabajo y Previsión, que fue y seguirá luchando al lado vuestro por ver coronada esa era que es la ambición de mi vida: que todos los trabajadores sean un poquito más felices.

-¿Dónde estuvo? ¿Dónde estuvo?

Ante tanta nueva insistencia les pido que no me pregunten ni me recuerden lo que hoy yo ya he olvidado. Porque los hombres que no son capaces de olvidar no merecen ser queridos y respetados por sus semejantes. Y yo aspiro a ser querido por ustedes y no quiero empañar este acto con ningún mal recuerdo.

Pido también a todos los trabajadores amigos que reciban con cariño este inmenso agradecimiento por las preocupaciones que todos han tenido por este humilde hombre que hoy les habla. Por eso hace poco les dije que los abrazaba como abrazaría a mi madre, porque ustedes han tenido los mismos dolores y los mismos pensamientos que mi pobre vieja habrá sentido en estos días.

-¡Un abrazo para la vieja!

Sé que se había anunciado un movimiento obrero; ya ahora, en este momento, no existe ninguna causa para ello. Por eso les pido como un hermano mayor que retornen tranquilos a su trabajo. Y piensen. Hoy les pido que retornen tranquilos a sus casas...

-¡Mañana es San Perón!

Y por única vez...ya que nunca lo pude decir como secretario de Trabajo y Previsión...les pido que realicen mañana el día de paro...

-¡Mañana es San Perón!

...festejando la gloria de esta reunión de hombres de bien y de trabajo, que son la esperanza más pura y más cara de la patria.

Recuerden que entre todos hay numerosas mujeres obreras, que han de ser protegidas aquí y en la vida por los mismos obreros, y, finalmente recuerden que estoy un poco enfermo de cuidado, y les pido que recuerden que necesito un descanso que me tomaré en el Chubut. Ahora para reponer fuerzas y volver a luchar codo a codo con ustedes, hasta quedar exhausto si es preciso.

Pido a todos que nos quedemos por lo menos quince minutos más reunidos, porque quiero estar desde este sitio contemplando este espectáculo que me saca de la tristeza que he vivido estos días.”[14]



Enrique Manson



[1]Luna, Félix, ob. cit., pag. 273
[2]Ibidem., pag. 274
[3]Perelman, Angel, Como hicimos el 17 de octubre.
[4]Chávez, Fermín, ob. cit.
[5]Declaraciones de Leopoldo Marechal en Andrés, Alfredo, Palabras con Leopoldo Marechal.
[6]La Vanguardia, 23/10/45
[7]Scalabrini Ortiz, Raul, Los ferrocarriles deben ser argentinos.
[8]Rosa, José María, ob. cit.
[9]Kelly, David, El poder detrás del trono
[10]Declaraciones de Juan Domingo Perón a Félix Luna, en El 45, pag. 342
[11]Page, Joseph. ob. cit., pag. 158
[12]Luna, Félix, ob. cit., pag. 292
[13]Ibidem., pag. 293
[14]Chávez, Fermín, ob. cit.

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