El sueño del Estado moderno sostenido sobre la base de
relaciones sociales de desigualdad es el desafío, y lo fue históricamente, que
enfrentan los gobiernos neoliberales que se han
instalado en América Latina en los últimos años. Desde la experiencia de golpe institucional
en Brasil y Paraguay, pasando por la llegada del liberalismo conservador en la
Argentina y los constantes embates que enfrentan el gobierno venezolano desde el
norte opresor y el sur condescendiente, estas latitudes han visto avanzar políticas
de distribución de la riqueza de una inequidad criminal.
Como afirma Sonia Fleury en “Política Social, exclusión y
equidad en América Latina en los 90”[1],
esta contradicción, sostener un Estado moderno bajo relaciones sociales
arcaicas, plantea una crisis de gobernabilidad.
La relación Estado / Sociedad se encuentra travesada por tres
características principales: el patrimonialismo, el autoritarismo y la
exclusión. Las tres características de
la relación se potencian entre sí y se mezclan en un contexto amplio de
globalización.
El patrimonialismo, en el caso de los gobiernos neoliberales
en los que se fortalecen fuertemente los intereses de las minorías acomodadas,
es el uso de lo público como
privado. Es decir, no se diferencian los
intereses privados de los públicos. En consecuencia, la quita de retenciones,
el pago a los fondos buitres, la condonación de deuda a familiares y amigos, el
blanqueo de capitales, los negociados con la suba del “dólar futuro”, las
empresas aero comerciales de origen asociado a la familia de los dirigentes,
etc,etc,etc, podemos leerlas como uso de
los público en beneficio de lo privado.
La llegada del gerente que ha venido a hacer negocios para la famiglia.
Esta clara maniobra para beneficiar a los sectores de poder tiene como
consecuencia en el tiempo la erosión de la legitimidad del poder del Estado.
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¿Por dónde ajustar? |
En relación al autoritarismo, afirma la autora, que sus
principales consecuencias en los regímenes democráticos son la debilidad del
sistema de representación por acción u omisión de los integrantes del Congreso,
como por el distanciamiento de las necesidades de la sociedad y las intenciones
de los representantes políticos. Por
otro lado, asistimos a la presencia de un poder ejecutivo dubitativo, sin
transparencia en sus prácticas y con una suerte de impunidad propia de un
advenedizo. Finalmente, un grupo
selecto dentro del poder judicial que articula todos sus movimientos en
consonancia con los intereses de los sectores tradicionales de poder a un ritmo
que varía acorde con las necesidades del poder de turno.
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Inequidad y exclusión, la otra cara del libre mercado. |
Por último, la exclusión.
Si bien se presenta como una característica, podríamos pensarla como una
consecuencia, una necesidad. La exclusión es la negación de los derechos
sociales, económicos y hasta políticos de grandes grupos de la sociedad. La exclusión es desigualdad. La exclusión es
desigualdad de base, desprecio por la educación pública, negar el acceso a las
necesidades básicas. Exclusión es igual
a meritocracia, a repetir el discurso “hay
que enseñar a pescar y no regalar pescado” que le gusta tanto a cierta
clase social que se reúne los domingos por la tarde a cantar los salmos y
esclaviza a su servicio doméstico de lunes a viernes. Exclusión son jubilados sin remedios,
discapacitados sin pensión, familias durmiendo en la calle y la creación de
comedores barriales que se multiplican en cada barrio periférico.
No hay gobierno en el siglo XXI que pueda sostenerse
favoreciendo a un minúsculo grupo de poder.
No hay gobernabilidad posible con presos políticos y gobernadores
rencorosos y autoritarios, con presidentes que no pueden sostener una sola
promesa de campaña. No hay
gobernabilidad sin trabajo, sin salario digno.
No pueden coexistir el Estado liberal y el hambre, ya no. Porque los pueblos han sabido de épocas de
derechos y los pueblos no olvidan.
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